
Durante uno de mis viajes marinos por las mil y una costas del mundo, la tripulación desembarcó en las playas de Japón. El capitán, gavilán conocedor de cuanto artificio amoroso un hombre de viajes incontables puede ser capaz de encontrar e inventar, dirigió nuestra parvada de gallos italianos a Kioto. Los burdeles visitados durante aquellas noches delirantes no recibieron clasificación: las sombras de la pasión se escondían en los rincones más inesperados. Con mi inocuidad de gallo virgen, me convencí a mi mismo de ser ahora un heraldo del amor, un experto en la culminación de los deseos lascivos. La soledad de la noche se acallaba con las cortinas baratas de tela, los suspiros de cartón, la combinación seca de dos almas incompletas.
Pero todas las noches llegaban a su fin, y a la semana de haber llegado a los distritos bajos, el gavilán quedó satisfecho de nuestras aventuras triviales. Escogió a 3 hombres, entre ellos a mí, y ordenó a los demás zarpar a la mañana siguiente para recolectar abasto y conocer las zonas de buena pesca. Debían después anotar en la bitácora los puntos clave y demás cosillas importantes que harían que, en caso de volver, nuestra estancia fuera aún más placentera. Volverían un mes después a recogernos, ya listos para zarpar a nuevas tierras. Apenas los otros se perdieron de vista, el capitán despidió tal aura de autoridad y solemne posición que su halito de imposición lleno esas calles vacías de las calles orientales. Sólo podíamos ver su espalda ancha y sus hombros erguidos, y sentir con cada fibra del ser que el destino estaba a la distancia de un suspiro. El capitán empezó su discurso con una frase extraña.
-Perros, no los he mandado con los demás por que soy viejo, y débil.
-Usted no es débil, capitán.
-¡Cierto, cierto!
-¡Cállense, hijos del infierno!-gritó. Aun así, sonreía.
Sus ojos acuosos se volvieron fieros y apasionados.
-Los he escogido a ustedes porque soy viejo, como ya dije, y los secretos de un viejo no deben ser guardados en su cráneo mundano. Aunque mis manos fuesen fuertes, mi mente lúcida y mis músculos eternos, ¿Cuál es la debilidad de un hombre incompleto?
Todos conocíamos la respuesta.
-¡La mujer!
El capitán tomó un cigarro de la bolsa y guiñó un ojo.
-Bien… Han conocido la fragilidad. Pero… ¡qué lastima me dan! Sólo la han conocido incompleta. Se han acercado al fuego y se han quemado las pestañas. Yo,-dijo con orgullo- me he quemado pleno.
Para ese momento, nos tenía en la palma de la mano.
Fui el primero en hablar, y el entusiasmo hizo que casi perdiera la cabeza. ¿Qué aventura nos esperaba?
-¡Lo seguiremos a donde sea, capitán!
Y el capitán sonrió, con una sonrisa partida en dos, y yo, en mi inexperiencia, no me di cuenta de que no era más que una mueca de dolor. Sólo supe que había un vacio en esa expresión, y que el capitán nos mostraba su faceta más reservada y frágil. Mi simpatía por su confianza en nosotros y su grata compañía crecía a cada minuto.
Dio la vuelta y nos guió por un sendero paralelo a la calle principal. Podíamos escuchar los carros y el revuelo de los comerciantes. Al pasar el tiempo, sin embargo, el sonido fue disminuyendo. Dimos la vuelta en una esquina llena de fuegos artificiales y cruzamos una puerta en medio de un túnel marmoleado. Cuando se hizo la luz, nos quedamos pasmados.
-Esto,- dijo el capitán, -es un hanamachi.
Fanny Esquivel
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