
Cristales, plumas, oro, máscaras. Ella había contemplado esta vista desde la puerta del salón, antes de adentrarse entre la gente. Melodías recorrían los cuerpos danzantes al unísono y los tonos carmesí y dorado aportaban calidez al ambiente. Las manecillas del reloj de péndulo apuntaban la cercanía de la medianoche, hora de extraños acontecimiento según ciertas leyendas. La joven no podía creer lo que había descubierto entre los bailarines; aquellos ojos azules escondidos tras el antifaz que le habían erizado la piel al encontrarlos. Un centello y se desvanecieron. Ella ahora se veía intentando encontrar entre la multitud aquel rostro sonriente de su pasado. Así podría comprobarse que él estaba ahí. Todo parecía no embonar, como una pieza errónea de un rompecabezas: imposible, improbable.
-Te ves realmente resplandeciente esta noche, Adela –tomó su mano delicadamente mientras se aproximaba.
-¿Pero cómo es esto posible? –Retrocedió- Se dio la noticia de tu muerte hace dos años.
-No siempre lo que se dice es cierto, deberías saber.
-En ese caso ¿dónde has estado durante todo este tiempo?
-Buscándote. Delirándote. La existencia se me ha hecho una agonía sin ti.
-Pero nunca me fui de aquí. Esperé todos los días cerca del lago y nunca apareciste. ¿Porque hasta ahora has decidido volver? Ahora que yo estoy casada.
-Casada… Me duele oír eso pero… ahora estoy aquí y eres mía. Siempre lo fuiste.
-¿De qué me estás hablando? El Conde de Alba es mi esposo y yo no puedo hacerle esto a alguien tan afectuoso. Él no se lo merece.
-¿Pero tú lo amas? –enarcó una ceja.
-Por supuesto.
Silencio.
-Lamento escucharlo –el joven después se dirigió con la joven -Por favor, ven conmigo. Sé mía como alguna vez lo fuiste. No me dejes volver solo.
-¿Volver has dicho? ¿A dónde? -La joven retrocedió hasta topar con un muro frío; un muro de espejos. Se giró solamente para comprobar que el susodicho no se reflejaba junto a los demás invitados.
-Vampiro
-¿Qué has dicho?
-Eres un vampiro.
-¿Acaso has enloquecido? Por supuesto que no lo soy.
-¿Y cómo puedes explicar esto? –señaló la cristalina pared a sus espaldas. Él lo pensó.
-Coincidencia –aclaró mientras se aproximaba con lentitud.
-No te acerques, Edmundo –le advirtió.
-¿Qué acaso ya no me quieres?
Lágrimas rodaban por las mejillas de la muchacha. Ella no podía simplemente olvidarse de su vida.
-Sí así lo deseas… -su voz fue solo un suspiro; casi inaudible mientras se perdía entre los bailarines y desaparecer del panorama.
-Espera –lo llamó. Su voz pareció desvanecerse entre el bullicio de la música y las charlas.
-¡Adela, piénsalo bien, por favor no me dejes! –su grito retumbó entre las paredes del salón aunque, al parecer, no alcanzaba los oídos de los invitados que aún bailaban al compás de la música.
-Edmundo, yo te amo pero esto es algo que simplemente no puedo concederte –dijo en voz baja.
-En ese caso –se escuchó a sus espaldas- solo bésame.
Se giró para encontrarlo con su media sonrisa. A sus espaldas vio pasar a Carlo, el Conde de Alba y esposo. Adela lo siguió entre la multitud, dejando atrás a Edmundo.
-No deberías entrometerte en lo que no te concierne –le dijo al alcanzarla al pie de las escaleras.
-Él es mi esposo. ¿Por qué no me importaría?
-¿En verdad quieres subir? –evitó contestar su pregunta.
-¿Por qué no lo haría?
-Solo digo.
Pausa.
-¿Hay alguien arriba? –quiso saber. Él asintió.
-¿Quién es?
-No creo que me corresponda proporcionarte dicha respuesta. Tampoco es algo que debas ver.
La joven apresuró el paso por las escaleras. El Conde de Alba llegó al fondo del pasillo y a continuación entró en la habitación seguido de su esposa que se detuvo en el umbral de la puerta.
-¿Carlo? –lo llamó aunque este pareció no escucharla desde donde se encontraba; junto a la dama de vestido púrpura. Adela dirigió la vista al fondo de la habitación donde se encontraba el espejo de cuerpo completo y… no pudo ver nada en el reflejo de la entrada -¿Qué significa esto?
-¿Por qué no contestas tú?
Ella se giró para enfrentarse al rostro del joven
-¿Ahora sí vendrás conmigo? –Sonrió- ¿Qué respondes?
-Creo que no me has dado otra opción.
-Adela, amaste a Carlo pero ese tiempo terminó. ¿Tú me amas?
Ella asintió.
-Siempre te amé. Simplemente que no creí que todo terminaría de esta forma.
-Bésame –le ordenó.
La distancia se hiso menos patente entre ellos y en un instante no hubo ni rastro de sus entidades. Desaparecieron a la medianoche; cuando extrañas cosas, según cuentan las leyendas, suelen ocurrir.
-Adiós, mi querida Adela –dijo el Conde a su mujer que se encontraba en la cama, agonizante por la fiebre.
Su último aliento fue tan solo un murmullo: Edmundo.
Margarita Ortiz
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